martes, 22 de mayo de 2012

contaba historias…

Doña Elena sabía muchísimas más cosas que taquigrafía y mecanografía. Yo nunca había conocido a nadie que supiera tanto como ella, ni siquiera Don Eusebio, que nos enseñaba Historia a base de nombres de batallas y cuando nos preguntaba Literatura siempre decía, dando golpes en la mesa como si estuviera enfadado, ¡apellido del escritor, fecha, lugar de nacimiento y obras más importantes! Ella no era así. Ella contaba historias, y se sabía tantas que nunca se agotaban, historias verdaderas e inventadas, alegres y crueles, cómicas y tristísimas, historias completas que parecían grandes y luego eran pequeñas, porque siempre formaban parte de una historia mayor, una historia infinita que muchos adultos como ella y muchos niños como yo habían fabricado juntos a lo largo de los siglos, la historia de la sabiduría y de la curiosidad, la historia del conocimiento y del hambre de conocer, la historia que quien sabe mucho entrega a quien no sabe nada para que, en lugar de dividirse, crezca más y viva para siempre. Doña Elena me enseñó mucho más que taquigrafía y mecanografía en la primavera dorada de mi ignorancia, y después, cuando dejé de ser inocente, me enseño más cosas todavía. Me descubrió quién había sido Ulises y quién había sido Newton, quiénes fueron El Cid y Almanzor, por qué había habido una guerra que había durado cien años y que un músico llamado Wolfgang Amadeus Mozart terminó una misa de réquiem en la última noche de su vida. Me enseñó poemas y romances, canciones y letrillas, refranes y adivinanzas, y muchas palabras en muchos idiomas distintos pero, sobre todo, me enseñó un camino, un destino, una forma de mirar el mundo, y que las preguntas verdaderamente importantes son siempre más importantes que cualquiera de sus respuestas.

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